La Argentina es un país intenso, y si algo que expone esa cualidad es la inclinación que tenemos como sociedad a caracterizar nuestros cambios con adjetivos altisonantes. El triunfo de Javier Milei en las PASO fue un «cataclismo político», o directamente un «tsunami». Los indicadores «escalan» o se «derrumban» y con honrosas excepciones, todos estamos rodeados de «crisis».
La lista de problemas de la Argentina es tan larga que no alcanza un mandato de gobierno para corregirlos. Pero, sin embargo, vive con ellos desde hace décadas. Vive con ganadores y perdedores. Lo que le falta al país es reconocer que su organización económica padece una enfermedad crónica. Las crisis han generado una disfunción, y es la dificultad de tener diagnósticos colectivos claros que faciliten un mejor abordaje de las cuestiones críticas. Lo que no se resuelve crea nuevos problemas, y las soluciones parciales también. ¿La respuesta es dinamitar, cambiar a todos, encender la motosierra? La competencia electoral no le hace más fácil la decisión a la sociedad, que debe votar, pero también comprometerse con lo que vota. Cuando todas las opciones políticas son presentadas -por sus rivales- como un salto al abismo, indirectamente lo que se hace es darle rienda suelta al «sálvese quien pueda». Y eso fue lo que vimos esta semana. Los robos a comercios (prefiero no llamarlos saqueos) revelan que para muchas personas sujetarse a la ley no solo no vale nada, sino que su débil vigencia y la desigualdad imperante les otorga el derecho a tomar bienes ajenos. No vamos a la ley de la selva. Estamos en ella. De ese territorio debemos volver. La Argentina es una montaña rusa, pero podemos elegir no vivir en ella.
El Cronista