
El presidente decidió, finalmente, no competir en las elecciones y abrió un nuevo escenario. El impulso a Kamala Harris y las posibilidades de mejorar su perfil a contrarreloj.
En una carta publicada en sus redes sociales, Joseph R. Biden Jr., el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos, anunció que no concurrirá a la reelección. Una decisión inédita en los últimos cincuenta años, cuyo antecedente más inmediato es Lyndon B. Johnson, en 1968 asediado por los cuestionamientos a la Guerra de Vietnam. La decisión, en aquel entonces, era consecuencia directa de las políticas de su gestión. Normalmente, Biden no hubiera cargado ese estigma. Con mayorías legislativas muy ajustadas, construyó hitos de gestión relevantes desde la perspectiva del Partido Demócrata, en muchos sentidos más relevantes y perdurables que sus predecesores con dos mandatos cumplidos.
En palabras de Barack Obama, en tres años y medio Biden “ayudó a poner fin a la pandemia, creó millones de empleos, redujo el costo de los medicamentos bajo receta, aprobó la primera legislación relevante sobre regulación de armas en 30 años, realizó la mayor inversión de la historia para abordar el cambio climático y luchó para garantizar los derechos de los trabajadores a organizarse para obtener salarios y condiciones justas. A nivel internacional, restableció la posición de Estados Unidos en el mundo, revitalizó la OTAN y movilizó al mundo para oponerse a la agresión rusa en Ucrania”. Las polémicas por el respaldo al accionar de Israel tras los atentados del 7 de octubre del año pasado difícilmente alcancen en la historia, como no alcanzaron en la coyuntura, a acercarse siquiera a las protestas por la guerra de Vietnam. Sin grandes cargas internas respecto de su gestión, el problema más grave de Biden lo presentaba el futuro.
Próximo a cumplir 82 años, el presidente hubiera terminado un eventual segundo mandato con 86, una razón por la que, incluso en la última campaña, se especulaba con que su rol fuera el de un presidente puente, con el mandato de dejar atrás los turbulentos años trumpistas y pasar la posta a una nueva generación. Como de costumbre, nada sucedió como lo anticiparon los expertos. El trumpismo no se disipó con el intento de toma del Capitolio y el desconocimiento de las elecciones y, sí reforzó su dominio sobre el Partido Republicano, hoy esculpido a su imagen y semejanza. Joe Biden presidió durante años turbulentos. Como a todos los líderes occidentales, le tocó gestionar el pico inflacionario posterior a la pandemia, el avance de la violencia social y la inseguridad ciudadana y un aumento del malestar con la inmigración que empuja el barco de la ultraderecha en los países desarrollados.
El presidente podrá decir que la inflación está en baja, igual que el delito y los cruces de frontera, y como un argumento a favor de su candidatura, que los Estados Unidos tuvieron la recuperación más robusta entre las economías occidentales, pero nada de eso le permitió escapar de la impopularidad que afecta a la casi totalidad de los oficialismos. En ese contexto, su edad se convirtió en una piedra imposible de cargar. Una preocupación que, como marcan las encuestas, nació en los votantes, y explotó en el primer debate hasta volver insostenible su candidatura, también, ante las élites partidarias, que incluyen a periodistas, donantes y legisladores, que habían ocultado hasta el momento la cuestión. Desde ese momento habrá que destacar que fue una dirigente de 84 años, la ex líder de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, quien operó una rápida resolución del desistimiento presidencial.
No está dicho aún que la vicepresidenta Kamala Harris vaya a ser la candidata. Procedimentalmente, deberá ser la Convención Demócrata que se realizará en agosto en Chicago la que lo defina. Y el resultado de las primarias, que favoreció a Biden como candidato presidencial, no obliga en modo alguno a trasladar los votos a nadie más. El rápido apoyo del propio presidente Biden, de decenas de senadores y representantes, así como de Bill y Hillary Clinton, llevan a pensar que su consagración es, por lejos, el resultado más probable, pero pesos pesados como la propia Pelosi, el ex presidente Obama y los gobernadores que eran vistos como posibles presidenciables evitaron un pronunciamiento expreso de apoyo para la vicepresidenta. En estas semanas de dudas sobre la nominación, Harris ganó la consideración de muchos observadores, transitando un buen equilibrio entre la construcción de su propia voz y discurso de campaña y el apoyo a quien acompañaba en la fórmula, ofreciendo una perspectiva articulada en cuestiones como el derecho al aborto, la posición de las minorías o la defensa de la gestión de una manera que Joe Biden no pudo hacer en el debate con su rival.
Si para los demócratas la candidatura de Harris es la hipótesis principal a la hora de proyectar un escenario, lo es en mayor medida para los republicanos. La Convención Republicana, organizada en Milwaukee la semana pasada, ofició como termómetro anticipado. La mayoría de los discursos se ajustaron y agregaron el nombre de Kamala Harris a la hora de atacar al gobierno demócrata. En muchos casos, rememoraron que se le había encomendado una responsabilidad sobre la cuestión migratoria, alegando que cuidar la frontera era “su único trabajo”. Esa línea, que opera sobre el principal eje de campaña que proponen los republicanos, sólo puede fortalecerse.
Pero la campaña de Trump acaba de sufrir un golpe que probablemente la obligue a un reseteo. Unos días antes del inicio de la Convención, el periodista de The Atlantic, Tim Alberta, publicó un recuento detallado sobre cómo la planificación de campaña del ex presidente –mucho más profesional y sofisticada que las dos anteriores– está construida en torno a la oposición entre fortaleza y debilidad, con Biden como protagonista excluyente. Según sus arquitectos, la debilidad “biológica” era la clave para conectarla con la presunta debilidad del gobierno en manejar la frontera, la inflación o una guerra en Ucrania.
Esa narrativa fue elegida y trabajada con tiempo, desde mucho antes del debate y la crisis de la candidatura de Biden. Para que la estrategia funcionara, Biden tenía que acusar el golpe, pero no ser noqueado. La campaña de Trump, paradójicamente, tuvo un éxito demasiado temprano, empujado por la decisión de Biden y su equipo de proponer un debate extraoficial en junio, meses antes de lo estipulado por el calendario. “Ese sonido que estás escuchando es la campaña de Trump destrozando un detallado, brillante y de repente inútil plan para vencer a Joe Biden”, tuitéo Alberta después del anuncio.
Hay que ser claros. Trump sigue siendo el favorito, pero la campaña ha sufrido un giro dramático y la elección luce más abierta que hace unos días. No solo porque Kamala tiene más capacidades retóricas y mejor estado de forma para dar la batalla comunicacional –desde la venta de los logros del Gobierno hasta los peligros de la agenda de Trump, especialmente en derechos sexuales y reproductivos– sino porque puede proponer otra línea respecto a otros temas, como seguridad.
La gran pregunta es si Kamala puede mejorar los números que las encuestas otorgan hoy a Biden, particularmente en los estados del medio oeste y su vecindad, como Pensilvania, Michigan y Wisconsin, que volverán a tener la llave del triunfo en las elecciones. Aun perdiendo estados que Biden ganó de manera sorpresiva en 2020 –como Georgia y Arizona, hoy inclinados nuevamente hacia Trump–, los demócratas conservarán chances serias de victoria si logran retener esos estados.
La tarea no será fácil para una candidata con el perfil demográfico de Kamala –una mujer negra de California, con raíces en el caribe y el sur de Asia–, que arrastra además la impopularidad del Gobierno entre muchos votantes independientes. Cuenta con un activo del que Biden carecía, que es la posibilidad de construir y mejorar su propio perfil en la campaña. La selección de su compañero de fórmula, los apoyos que pueda cosechar antes de que se confirme su candidatura y los ejes de sus primeros mensajes públicos serán los primeros indicadores de un nuevo rumbo, que desafiará a la campaña demócrata a ponerse a tono con los cambios en las preocupaciones de los votantes.
La campaña de 2020 coincidió con el asesinato de George Floyd a manos de la Policía, con un pico de movilización y vitalidad del ala más progresista del partido, que protagonizó la resistencia contra Donald Trump, y logró que fuera electo un número inédito de Representantes de izquierda en una etapa de bajas tasas de interés que permitía soñar con una agenda ambiciosa en materia de gasto público. Para Kamala Harris, una fiscal de mano dura, primero en San Francisco y luego en California, difícilmente encajaba con el perfil de aquel momento, pero el país cambió, y cambió mucho.
Será una elección donde las cuestiones de seguridad y la frontera ganen protagonismo, y donde la inflación, el aumento del endeudamiento y un entorno exterior desafiante limitan las ambiciones más reformistas. Construir un perfil moderado, basado en sus posturas duras de antaño, podría ayudar a contrarrestar los ataques republicanos, mientras Biden, ya corrido de la carrera, podría selectivamente llevarse la marca y defender la gestión de su gobierno en intervenciones controladas y limitadas. En la ofensiva, sea o no Harris la candidata, el foco estará en los fuertes impulsos autoritarios del binomio republicano, los avances de las legislaturas estaduales y el poder judicial conservador sobre los derechos y cuerpos de las mujeres y en la figura de Donald Trump, un factor de motivación por sí mismo para millones que lo consideran casi una personificación del mal y, a partir de hoy, el candidato presidencial más viejo de la historia estadounidense .
Hace una semana, un día después del intento de asesinato que le dio estatus de mártir en sus propias filas, la victoria de Trump parecía casi garantizada. Hasta nuevo aviso, las cartas vuelven a barajarse.
Cenital